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CRIOLLADA MAGNÍFICA

July 18, 20244 min read

Por Fiorella Gómez Montufar

Algo que una vez aprendí sobre la comida tradicional peruana es que la receta «original» no existe. Cuando hablamos de platos criollos, es imposible dar con una fórmula universal que dicte cómo se preparan las cosas y cómo no. La belleza en esa incertidumbre radica en que cada hogar le da su toque personal a la comida. El lomo saltado del vecino no es igual al de tu tía, pero no por ello uno es más auténtico que el otro.

Seamos honestos. El sabor casero nunca perderá ante los fogones de una cocina refinada. La parafernalia culinaria no es competencia para el arte de la cocina intuitiva, esa que nuestras madres practican en casa; la maravillosa danza sensorial en la que puedes reconocer qué le falta al plato a través de los aromas y su sonido en la sartén. En ese universo, las tazas medidoras y las balanzas para alimentos no existen. Aprendes a echar la pizca de sal en la medida de tus propios dedos y a espolvorear las especias midiendo visualmente cuánto es necesario para sazonar como se debe. Un país gastronómico es aquel donde no solo hay excelentes restaurantes, sino que en cada rincón puedes encontrar una buena comida.

Recordemos por un momento el delicioso aroma que desprende un carrito de anticuchos, el menú donde nos perdíamos en largas conversaciones con nuestros amigos de la universidad o las empanadas de la panadería cercana a casa a las que siempre volvemos. Perú es un patio de juegos para el paladar. Las manos de nuestra gente fueron bendecidas para agasajar. Claro que hay algunos que llegaron tarde a recoger su don y su cocina no es la más buena, pero al final del día todos nos reunimos en la misma mesa. Cocineros, niños, sobrinas, abuelos y desconocidos compartimos el ají a la hora de comer.

El frío de Lima nos está congelando. Me pongo a pensar en que el invierno debe ser más deprimente en esos países lejanos donde la papa es aguachenta, las verduras no saben a verdura y el pollo es pequeñito. Mientras eso sucede, en casa, en el mercado y en todos los restaurantes locales estamos celebrando todo nuestro abanico de sopas: las que tienen leche, los chupes, el respetadísimo caldo de gallina y más. El clima deja de importar.

Es un poco repetitivo decir que tenemos una de las mejores gastronomías del mundo —por no decir la mejor de todas—, pero no es mentira. Además de transformar los alimentos en bocadillos deliciosos, tenemos una tierra riquísima que produce todo lo que sembramos. Contamos con las papas más sabrosas, los choclitos más dulces, frutas sin comparación y granos andinos de insuperables propiedades nutricionales.

Durante este mes patrio no solo debemos celebrar nuestros paisajes e interculturalidad, sino también recordar a quienes forman parte de la cotidianidad. Es excelente que tengamos a los mejores chefs del mundo, sin embargo, valoremos también a las cocineras domésticas: tías, madres y abuelas; quienes llevan nutriéndonos y curando con caldos mágicos hasta la peor de las gripes. Celebremos al panadero de nuestra bodega, al verdulero y a la casera de la fruta. Tampoco dejemos atrás a los agricultores que ponen esos alimentos en nuestra mesa y los sacan de la tierra. Este 28 de julio es para todos. Celebremos con conciencia y agradecimiento.

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