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FLOR DE UN DÍA

June 11, 20246 min read

Por Fiorella Gómez Montufar

Es difícil expresar la decepción que se siente cuando visitas un restaurante que recomendaste y recibes una atención decepcionante. Claramente, los tiempos cambian. ¿Pero no se supone que una propuesta debería mantener la misma calidad con la que despegó? El día de la inauguración todos ponen su mayor empeño para causar una primera buena impresión, sin embargo, pasan tres o cinco meses y, cuando vuelves a sentarte en sus mesas, no hay ni rastro de lo que fueron en su primera semana.

Durante el último año conversé con suficientes emprendedores gastronómicos y no gastronómicos que me decían lo mismo entre líneas: «lo más fácil es abrir, lo difícil es mantenerse». ¿Cuántos de nosotros hemos vuelto a un restaurante y nos dimos cuenta de que nos timaron el día de la inauguración? Los platos de generosas porciones se convierten en pequeños pocillos mezquinos en sabor y en tamaño. ¿Por qué sucede? Puede ser que el entusiasmo del primer mes se vaya desgastando como la suela de un par de zapatos nuevos  que al principio cuidamos y protegemos de cualquier impureza, pero cuando empiezan a desgastarse pasan a ser una pieza más en el armario.

Es difícil mantener una buena propuesta cuando se espera un éxito meteórico desde el arranque. Idealizar el futuro de un negocio (como de cualquier cosa en la vida) permite que la frustración golpee dos veces más duro cuando las cosas no salen como se planearon. Lo mejor es mantener una expectativa realista y adherirse a las convicciones propias. Eso no quita el hecho de que deban darse algunos giros en el timón para estar bien encaminados. Aquí también entran a tallar las críticas constructivas. Dentro del rubro existen muchos aduladores que jurarán por escrito o en video que todo siempre es perfecto. La función de los periodistas gastronómicos no es redactar loas luego de cada inauguración, sino observar y comprobar que todo es como lo pintan. Escuchar sus anotaciones no debería ofender, sino que debería utilizarse como una brújula para hallar un buen norte. Eso debería suceder en teoría. En el ejercicio práctico del oficio descubrimos que el panorama es muy distinto.

El sociólogo polaco, Zygmunt Bauman, describe en su obra «La vida líquida» a una sociedad incapaz de conectar con algo y mantenerlo. Una «cultura del desenganche, de la discontinuidad, del olvido», donde todo cambia rápidamente y nos aburre a la misma velocidad, porque ya no hay miedo al cambio, sino miedo al estancamiento. Ver el rubro de la restauración con los lentes de Bauman me hace imaginar un universo de propuestas gastronómicas fugaces y efímeras. Nacen, se ponen de moda, y luego se pierden en el olvido. Personas líquidas creando negocios líquidos que no adquieren ninguna forma para mantenerse en el tiempo, solo fluyen y se pierden en el caudal.

Si se quiere visitar alguno de estos restaurantes debe hacerse cuando están en plena floración y durante el fulgor de su apertura. ¿Cómo se les puede identificar? Porque sirven más de lo mismo y no aportan ni un gramo de personalidad a su carta. Cuando vas a un lugar donde no termina de cuajar su valor diferencial con otros restaurantes de la misma temática, estás observando la flor de un día. Lo digo por experiencia: eso no va a durar.

Como un destello de esperanza, existen otros ambientes donde las cosas sí se hacen con una intención. Hay restaurantes que son como hijos para sus propietarios. Ellos bailan con las dificultades de las primeras semanas, educan, se encaminan y luego, como los adolescentes, atraviesan etapas de rebeldía con muchos periodos creativos. Al final, maduran como los jóvenes y hallan su voz, su lugar en el mundo. Cuando eso sucede, la clientela que los visita ya sabe a qué está sumergiéndose al sentarse en sus mesas. Tienen personalidad, casi cobran vida. Son fieles a ellos mismos y esa es la clave para su éxito. No importa si pasan dos o tres años, los visitas y siempre es como la primera vez. Eso es a lo que todos deberíamos aspirar.

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